Atrapado






Nadie dijo que fuera culpa de nadie. Pero la insinuación se quedó en el aire. Tantas horas, tantos día y ya tantos meses para dejar flotando una minúscula protesta contra la presión. Presión que se ejercía desde otro lugar, y no en el que se había dicho. 

La culpa no es de nadie, ni de ellos ni de nosotros. Pero a la vez todos somos culpables. Culpables de alejarnos y acercarnos, así como ellos se acercan y se alejan. La culpa no es de nadie, pero el espacio vacío permanece, unos por tirar y los otros por no ceder. 

Inexplicable es como todo se acaba o se empieza. Y siempre lo nuevo llama más la atención. Siempre la novedad nos susurra con tentación, para engatusarnos y atraparnos en las fauces del más hambriento lobo. Pero lo viejo, eso que se pensaba eterno, ya no es tan eterno ni tan firme. 

Muchos castillos de arena se han desvanecido desde entonces. Y me refiero a los momentos buenos y malos por arena, a los castillos a nosotros y al entonces en aquel pasado en el que nada parecía ir a ocurrir de esta manera en la que ahora suceden las cosas.

Las bocas se cierran, las sonrisas de medio lado se amargan. La hipocresía y la ansiedad se cierne sobre nosotros. Las luces que antes brillaban se apagan, y la única que más brillaba se vuelve algo intermitente por tus malditas palabras. 

No es culpa mía que se hunda lo que antes flotaba, no lo es. No es culpa mía, ni suya, ni tuya, no es culpa de todos, pero tampoco es de nadie. 

Y así acaba otro día, podía ser precioso, de esos para recordar, pero no lo es. Como no lo será mañana, ni lo será nunca, porque atrapadas también están las horas, y en tu boca mueren a solas mientras bailan aquellas que prometieron más que la luna.





(Fotografía: Ismael Ortega Quintana)





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