La playa de San Vicente








Es ahora, en verano, cuando nuestras playas lucen sus numerosas mareas de gente que va y viene, su frescura para el calor que ha decidido honrarnos con su presencia este año más intensamente, y por supuesto, con su atractivo. 
Me siento afortunada  al poder contemplar los más bellos atardeceres desde la arena, con las olas que se  deslizan suaves y sin fuerza por mis pies, mientras miro al cielo, contemplando sus majestuosos colores, que lo encienden como prendiendo llamas a las nubes, que adornan el reflejo en el agua cristalina, como si fuera un espejo que mece la escena, así como en un sueño, aunque estoy bien despierta, aceptando este espectáculo natural como el más preciado regalo, dejando a la imaginación pensar, que ahí arriba, posiblemente, a alguien se le ha debido decaer los botes de pintura de colores amarillos, violetas, rosáceos y cobrizos, que solo se utilizan otras veces de manera sutil. Y ahora, como consecuencia de ese inesperado accidente, nos quedara este momento, en un recuerdo, inmortalizado para siempre. 
La villa, ahora tan transitada y resplandeciente de hermosura que se desprende desde todos los rincones, durante días está irradiando alegría y dejando centellear la positividad y la bonanza que solemos buscar por estas fechas. Y es un buen destino este, que mantiene su viveza tanto por la noche como por el día. Cerrando los ojos aquí siempre encontrarás la armonía: gente paseando, cenando nuestra buena comida, gaviotas surcando el cielo, niños riendo y jugando… Pero principalmente el sonido del mar, en el que ahora apetece zambullirse y no salir jamás.
Siempre he pensado que si alguien no conoce el mar y le gustaría descubrirlo, aquí es donde debería venir. Puesto que  a  nuestras orillas llegan las dos caras del gran azul: a veces tranquilo y manso, ofreciendo sus extensos brazos a la tierra y a todo visitante; pero también enfadado, revoltoso y embustero como él solo, con este temperamento  del norte, que sin darte cuenta arrasa y lo destruye, si le place, todo. 
Camino alejándome de la orilla, vuelvo a la toalla en la que estaba junto a dos maravillosos acompañantes de domingo para estar relajados al sol. Porque es cierto que hay momentos casi perfectos en nuestras vidas, pero no lo serian si no los compartimos con alguien a nuestro lado. Y este lugar es así, como deberían ser muchos lugares: para crear,  reflexionar, admirar, respetar y sobre todas las cosas, para compartir. 
Al final solo nos queda volver a casa, porque todo día se termina, y las llamas en las nubes se apagan, el horizonte devora la luz y el espectáculo se acaba. Quizá mañana sea también un perfecto día para volver a nuestra playa.




(Fotografía de Ismael Ortega Quintana)
(Escrito y foto publicados en el suplemento del Diario Montañés el 13/09/2015)

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